- Le Bleurassé ~Nivel 2
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Pequeño relato
Lun 27 Ene 2014, 00:44
Un relato que escribí hace no más de un año atrás. Saludines.
El bienaventurado infortunio nos jugó a favor cuando por esas calles viejas de San Isidro el vientos nos sopló los tobillos a ambos que, sin esperar conexión, chocamos las miradas como esperando alguna palabra que no se dijera. De ahí cambio la rutina y empezamos a encontrarnos más seguido pero aún por accidente y, todavía sin decir oración alguna, tan solo suspiros y miradas, algún gemido cansino que se escapaba como el de un animal que corrió una yarda o quizás más. Pero todo estaba bien, y esto lo hacía mejor, porque nos amábamos, pero a escondidas, a escondidas de nosotros mismos que juguetones, hacíamos cortejos el uno al otro cada vez más extraños e inentendibles. Pero todo estaba bien, que te llevases la mano al cabello, me miraras de reojo con una vergüenza que esconden las niñas al dar su primer beso y se sonrojan con la calidez de un verano que llega antes.
Aquél día que, también por accidente, nos encontramos, como si hubiéramos puesto fecha y lugar para juntarnos tras tantos días de separados sin ser esto verdad, nos vimos las caras en Francia en una que otra primavera de olvido y con el aire viciado de polen y aromas florales me sonreíste. Otra vez tus mejillas se ponían de un nítido rojo que parecía como si te hubieses pasado el mismo pintalabios que llevabas puesto. Otra vez te llevaste la mano al pelo y la timidez se te notó. Tan poderosa y persuasiva que caí sin chistar ante ella. Y sufrí, sufrí el no saber que decirte, tus rasgos delicados y finos, tu rostro tan agraciado y perfecto y tú perfume tan delicioso que resaltaba entre todos los perfumes que yo sentía. Venía a mí, al participar en este juego del tire y afloje en el cual ninguno tiraba, el recuerdo de lo perfecto que había sido para mí. Sentía la nostalgia de aquellos días de antaño en cuando yo era un niño y jugaba a las escondidas con otros iguales, y transpirábamos alegría y de los poros también, nos salía la energía de los niños pequeños que se transformaba en diversión plena. Y que éramos nosotros dos más que dos niños jugando a las escondidas, ocultándonos en una cáscara de seriedad que se funde por dentro y estalla de mariposas pero es controlado.
Con el aire de un agosto sin final, como el de un mes de días infinitos y repetitivos, me fui dejando seducir por tus cualidades tan bohémicas, tan parisinas y a la vez tan porteñas, tan frágiles y resistentes. Fui cayendo derretido como una roca que se somete al magma, como el azúcar en el café de un bar de esquina, me diluí a vos, a tus tobillos, a tus muñecas. Pero todo estaba bien, y mucho más que eso, todo era perfecto. Y qué me importaba a mi pensar en lo tan extraños que éramos, en lo alejados que estábamos el uno del otro a pesar de caminarnos a dos o tres pasos de distancia entre hombro y hombro, en lo tan antagónicos el uno del otro, yo con mis libros y mis manías tan de loco argentino y vos con tus actitudes tan referentes al país de la Eiffel, yo tan café y vos tan Vin Brule, yo tan mate y vos tan Crème de Cassis, yo tan Roberto Arlt vos tan Dumas. Tan distinta. Y por ser tan distinta me atraías mucho más, como la heladera con el imán, me pegaba a vos, pero cuando nos veíamos para nuestra sorpresa parecíamos polos iguales, dos positivos o dos negativos en un entorno teatral que no lograba entender nuestro dilema, se chocaban en lejana extensión nuestros ojos, los míos tan marrones y los tuyos tan verdes como la esmeralda, y los míos, bajaban un poco y se clavaban en tu camisa borravino que tanto te favorecía, y de vuelta al esmeralda, y de vuelta a tu perfume y a tu enfermiza perfección y a toda vos. Y tan antagónicos el uno del otro, yo tan Museo de Bellas Artes y vos tan Musée du Louvre. Polos tan opuestos que éramos y nos atraíamos, como la flor atrae a la abeja, manipuladora que tan solo usa al pobre insecto para conseguir sexo, pero no era este el caso concreto de lo que sucedía, no. Se te notaba en la timidez que no era por un capricho que me querías y deseabas. Tal vez era lo prohibido lo que te llamaba la atención, ¿pero cómo hablar de lo prohibido si nunca experimentamos tan siquiera darnos la hora? Lo extravagante sería tal vez, como ese perfume francés que solo probaste una vez en la vida y deseas tenerlo en tu poder, pero es tarde porque no existe más, y fue tan solo algo pasajero, lo raro como esa bebida que jamás bebiste y te contaron veinte personas diferentes, distintos gustos de esta, que rica, que desagradable, y vos, vos querés probarla pero no te animás, por un miedo algo preventivo al disgusto.
Y así nos merodeábamos, unos cuántos días de otoño, y otros tantos de primavera. Nunca una palabra que se escapara, solo miradas tímidas, sonrisas, la mano en el cabello, las mejillas sonrosadas de una desmesurada candidez, el borravino, el esmeralda, el marrón, vos, vos siempre tan vos y luego yo que no sabía si en verdad era yo o un espíritu que se regodeaba con el verme morir de ganas de dialogar y escuchar tu voz, ver tus labios más de cerca, se apoderaba de mi cuerpo, y lo disfrutaba, disfrutaba el verme sufrir. Pero estaba bien, y más que bien porque a pesar de todo, nos amábamos, en silencio, pero nos amábamos al fin y al cabo. Faltaba tan solo el coraje, como el de los gallos que se envalentonan cuando ven una serpiente y tienen todas las gallinas del corral atrás, o los leones, que para mostrar quiénes son a las hembras, las defienden a muerte con colmillos y garras, coraje, tan sólo eso nos faltaba para amarnos del todo y que cayera yo completamente, ante ese aire de otoño que no se termina que regalabas, esas memorias de cuando niño me traías. Coraje nos faltaba, para que sucumbiera a tu borravino, a tu aire del país de la Eiffel, y al esmeralda tan tuyo y solo tuyo, a tu perfume que resaltaba por entre todos los perfumes que yo sentía. Pero estaba bien, porque ninguno dijo nunca nada.
El bienaventurado infortunio nos jugó a favor cuando por esas calles viejas de San Isidro el vientos nos sopló los tobillos a ambos que, sin esperar conexión, chocamos las miradas como esperando alguna palabra que no se dijera. De ahí cambio la rutina y empezamos a encontrarnos más seguido pero aún por accidente y, todavía sin decir oración alguna, tan solo suspiros y miradas, algún gemido cansino que se escapaba como el de un animal que corrió una yarda o quizás más. Pero todo estaba bien, y esto lo hacía mejor, porque nos amábamos, pero a escondidas, a escondidas de nosotros mismos que juguetones, hacíamos cortejos el uno al otro cada vez más extraños e inentendibles. Pero todo estaba bien, que te llevases la mano al cabello, me miraras de reojo con una vergüenza que esconden las niñas al dar su primer beso y se sonrojan con la calidez de un verano que llega antes.
Aquél día que, también por accidente, nos encontramos, como si hubiéramos puesto fecha y lugar para juntarnos tras tantos días de separados sin ser esto verdad, nos vimos las caras en Francia en una que otra primavera de olvido y con el aire viciado de polen y aromas florales me sonreíste. Otra vez tus mejillas se ponían de un nítido rojo que parecía como si te hubieses pasado el mismo pintalabios que llevabas puesto. Otra vez te llevaste la mano al pelo y la timidez se te notó. Tan poderosa y persuasiva que caí sin chistar ante ella. Y sufrí, sufrí el no saber que decirte, tus rasgos delicados y finos, tu rostro tan agraciado y perfecto y tú perfume tan delicioso que resaltaba entre todos los perfumes que yo sentía. Venía a mí, al participar en este juego del tire y afloje en el cual ninguno tiraba, el recuerdo de lo perfecto que había sido para mí. Sentía la nostalgia de aquellos días de antaño en cuando yo era un niño y jugaba a las escondidas con otros iguales, y transpirábamos alegría y de los poros también, nos salía la energía de los niños pequeños que se transformaba en diversión plena. Y que éramos nosotros dos más que dos niños jugando a las escondidas, ocultándonos en una cáscara de seriedad que se funde por dentro y estalla de mariposas pero es controlado.
Con el aire de un agosto sin final, como el de un mes de días infinitos y repetitivos, me fui dejando seducir por tus cualidades tan bohémicas, tan parisinas y a la vez tan porteñas, tan frágiles y resistentes. Fui cayendo derretido como una roca que se somete al magma, como el azúcar en el café de un bar de esquina, me diluí a vos, a tus tobillos, a tus muñecas. Pero todo estaba bien, y mucho más que eso, todo era perfecto. Y qué me importaba a mi pensar en lo tan extraños que éramos, en lo alejados que estábamos el uno del otro a pesar de caminarnos a dos o tres pasos de distancia entre hombro y hombro, en lo tan antagónicos el uno del otro, yo con mis libros y mis manías tan de loco argentino y vos con tus actitudes tan referentes al país de la Eiffel, yo tan café y vos tan Vin Brule, yo tan mate y vos tan Crème de Cassis, yo tan Roberto Arlt vos tan Dumas. Tan distinta. Y por ser tan distinta me atraías mucho más, como la heladera con el imán, me pegaba a vos, pero cuando nos veíamos para nuestra sorpresa parecíamos polos iguales, dos positivos o dos negativos en un entorno teatral que no lograba entender nuestro dilema, se chocaban en lejana extensión nuestros ojos, los míos tan marrones y los tuyos tan verdes como la esmeralda, y los míos, bajaban un poco y se clavaban en tu camisa borravino que tanto te favorecía, y de vuelta al esmeralda, y de vuelta a tu perfume y a tu enfermiza perfección y a toda vos. Y tan antagónicos el uno del otro, yo tan Museo de Bellas Artes y vos tan Musée du Louvre. Polos tan opuestos que éramos y nos atraíamos, como la flor atrae a la abeja, manipuladora que tan solo usa al pobre insecto para conseguir sexo, pero no era este el caso concreto de lo que sucedía, no. Se te notaba en la timidez que no era por un capricho que me querías y deseabas. Tal vez era lo prohibido lo que te llamaba la atención, ¿pero cómo hablar de lo prohibido si nunca experimentamos tan siquiera darnos la hora? Lo extravagante sería tal vez, como ese perfume francés que solo probaste una vez en la vida y deseas tenerlo en tu poder, pero es tarde porque no existe más, y fue tan solo algo pasajero, lo raro como esa bebida que jamás bebiste y te contaron veinte personas diferentes, distintos gustos de esta, que rica, que desagradable, y vos, vos querés probarla pero no te animás, por un miedo algo preventivo al disgusto.
Y así nos merodeábamos, unos cuántos días de otoño, y otros tantos de primavera. Nunca una palabra que se escapara, solo miradas tímidas, sonrisas, la mano en el cabello, las mejillas sonrosadas de una desmesurada candidez, el borravino, el esmeralda, el marrón, vos, vos siempre tan vos y luego yo que no sabía si en verdad era yo o un espíritu que se regodeaba con el verme morir de ganas de dialogar y escuchar tu voz, ver tus labios más de cerca, se apoderaba de mi cuerpo, y lo disfrutaba, disfrutaba el verme sufrir. Pero estaba bien, y más que bien porque a pesar de todo, nos amábamos, en silencio, pero nos amábamos al fin y al cabo. Faltaba tan solo el coraje, como el de los gallos que se envalentonan cuando ven una serpiente y tienen todas las gallinas del corral atrás, o los leones, que para mostrar quiénes son a las hembras, las defienden a muerte con colmillos y garras, coraje, tan sólo eso nos faltaba para amarnos del todo y que cayera yo completamente, ante ese aire de otoño que no se termina que regalabas, esas memorias de cuando niño me traías. Coraje nos faltaba, para que sucumbiera a tu borravino, a tu aire del país de la Eiffel, y al esmeralda tan tuyo y solo tuyo, a tu perfume que resaltaba por entre todos los perfumes que yo sentía. Pero estaba bien, porque ninguno dijo nunca nada.
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