Nació en el 820 D.I. en la Ciudad de Ullathorpe, ubicada al Oeste de los desérticos dominios de Rinkel y al Este del Mar Occidental.
Como era usual en los jóvenes de esa épocas, era huérfano. Había perdido tempranamente a sus padres en el asedio implacable del Dios Luthiens.
Los dioses constantemente atormentaban a los hombres y bestias de estas tierras, el comportamiento de los pobladores no demandaba otra cosa:
Desde la Segunda Invasión del Demonio, se desató una era de guerras, anarquía, traiciones; una era de hierro, fuego y sangre. Todas las razas se encontraban separadas, disgregadas, las alianzas se rompieron, los amigos huyeron y los enemigos acecharon…
El joven creció en este ambiente de odio y desesperación, intentando sobrevivir como podía. Un elfo oscuro aún en las ciudades centrales, eran vistos con desprecio: sus arcaicos pactos con el Demonio repercutieron increíblemente en la memoria de los pueblos, asimísmo el miedo hacia ellos.
Pero una luz tranquilizaba levemente los corazones de los miedosos, y reconfortaba el de los valientes: la Armada Real.
Desde que la invasión destruyó totalmente cualquier huella de la Armada, fue casi imposible erguir un ejército leal bajo las órdenes del Rey: si los buscadores de fama no escapaban al ver acercarse el enemigo, los luchadores de buen corazón morían mutilados por las máquinas de guerra que componían las legiones.
Pero ahora estaba creciendo nuevamente, con políticas menos exigentes, tomaban a cualquiera que pudiera blandir una espada y portar un escudo.
Esta milicia de jóvenes, campesinos y trabajadores era la nueva composición de los ejercitos del Rey.
El muchacho escuchó que al reclutarse, se le brindaba a cada soldado ropa nueva y comida. Entonces se dirigió al último gran bastión de la decadente raza de los humanos, Banderbill.
El Imperio de Banderbill era el reconocido hogar del Rey elfo Seilion, hijo de Minior, de la casta Silverwood.
El Rey era un ambicioso elfo venido a menos, fruto de la agonía de estas tierras y la soberbia infundada de los hombres.
Esto conllevó a acciones desesperadas, en un gobierno desesperado. La corrupción asoló, los crimenes aterrorizaron y la injusticia sentenció al pueblo de Banderbill.
En el cruel invierno el forastero llegó a la puerta de Banderbill, custiodiada por sus inútles guardias, donde bien harían vigilando las tierras adyacentes, poblada de bandidos y asesinos.
Fue a la mesa de enlistamiento, donde un capitán con ojos oscuros vociferó:
“Ningún drow adorador del demonio ingresará a la Armada Real. No eres digno de tal honor, no eres merecedor de tal recompensa.”
“Drow” es un descalificativo dirigido a los Elfos Oscuros o Elfos de la Noche, señalandolos como acólitos de demonios menores, como la Diosa Araña Naireleth.
Con odio en sus ojos y desprecio en su corazón, nuestro protagonista murmuró un insulto y se marchó.
-Necesito hacerme valer.-dijo el joven.-necesito que aprendan a respetarme.-
Sonrió ampliamente.”Quien no ordena, obedece.”
Era mediodía, y él estaba preparado. Llevaba consigo un hacha que consiguió como botín después de un enfrentamiento con un guerrero orco. El permanecía oculto, expectante.
Memorizó el plan. Suspiró. En ese momento, un ladrón enano pasó inadvertido entre la multitud. Tenía fijo un objetivo. Oro. El oro de las recompensas.
No encontró obstáculos aparentes luego de una fugaz inspección.
Sigilosamente tomó la bolsa con las monedas de oro y triunfante pensó en perderse entre la multitud. Cuando una mano extraña lo detuvo.
-¡Detente ladrón! ¡Suelta esa bolsa de monedas y te perdonaré la vida!
-Atrapame si puedes, hombre oscuro-desafió el hombrecillo, mientras se hacia paso entre la gente.
La muchedumbre ociosa armó tumulto, llamando la atención de los generales que pasaban por ahí.
Los soldados rasos mecánicamente se movían, imperturbables a la caza del bandido, pero era demasiado ágil.
Una sombra sobrepasó a los soldados. Se adelantó al humillado capitán que dirigía la tropa, hasta dar con el ladrón que yacía escondido bajo unas telas en el bazar.
-¡¿Pero que haces?!-
Las tropas se acercaban, se escuchaban los pasos.
-¡Dejame ir!-
Los gritos del capitán se escuchaban cada vez más fuertes.
-Te daré todo lo que tengo, por favor…-
Tomó el hacha. Las tropas los habían alcanzado. Los estaban viendo. Lanzó un golpe destajador. El climax. La morbosidad de los transeúntes. Los ojos traicionados del enano. Los ojos llenos de vergüenza del capitán. Los ojos llenos de codicia del “héroe”. Los ojos de los generales observando calmos.
“Impecable” pensó el muchacho.