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- ChaRiiONivel 3
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Localización : estoy escapado de la policia abajo y con la mano ocupada
Después del estruendo, una visión apocalíptica inundó el automóvil: Francisca bañada en sangre y con un serio trauma craneal. Joaquín, su esposo, trataba de socorrerla llamándola por el nombre. Él era el conductor, ella su copiloto. Él frenó de inmediato, ella recibió el golpe. Justo cuando pasaban por debajo de un puente, el parabrisas recibió la embestida de un objeto a toda velocidad: era una piedra. Atravesó el vidrio e impactó en la cabeza de Francisca, con tal fuerza que destrozó toda resistencia ósea. Ella temblaba entre convulsiones y espasmos involuntarios.
Joaquín no esperó. Llevó a su mujer al hospital más cercano. Entró con ella en brazos, corriendo y gritando desesperado, hasta que por fin fueron atendidos. Después de varios días en coma y con demasiado daño cerebral, Francisca despertó. Pero ya no era la misma. El médico tratante y su marido tuvieron una larga conversación, donde el destino de la pareja quedaba sellado. Ella jamás podría volver a levantarse, nunca más volvería a hablar, no tendría memoria pasada, no recordaría nada ni a nadie y el rostro quedaría desfigurado. En conclusión: sería un bebé por lo que le quedaba de vida.
Se conocieron en la infancia, pero eran solamente amigos. Joaquín contaba sus penas de amor, Francisca daba sus consejos. Él tendía a enfermarse, ella lo cuidaba. Él la miraba con otros ojos, ella de a poco se enamoraba. A los veinticuatro años y después de miles de momentos compartidos, terminaron por reconocer su amor. Sin pensarlo, dieron la noticia a todos los amigos y familiares: contraerían matrimonio un día de enero. La boda fue sencilla, pero el romance hizo de ella una fiesta glamorosa y millonaria. A un par de meses de casados, vino la desgracia.
Luego de un tiempo en el hospital, Francisca fue dada de alta y trasladada a su casa. Joaquín tuvo que invertir hasta el dinero que no tenía para implementar un hogar adecuado. Amplió pasillos y puertas, agrandó el baño, compró la silla de ruedas necesaria y una nueva cama para él, ya que ella necesitaba mucho espacio. No siendo esto suficiente, cambió su profesión: de escritor de novelas a enfermero. Su esposa no podría hacer nada por sí misma. Movilizar, llevar al sanitario o cambiar pañales, dar comida en la boca, asear y mucho más, eran las tareas que la maltrecha mujer requería. No podía contratar a nadie que lo hiciera, pues no podía pagarlo. Aunque él realizaría eso y más, porque la amaba profundamente. Mas las fuerzas algunas veces no alcanzaban, lo que le parecía muy raro.
Joaquín gustaba del estilo antiguo; quería pedirle matrimonio a Francisca junto a una cena romántica en el restaurante más lujoso de la ciudad. Y así lo hizo, pero para su sorpresa era uno francés y no tenía idea qué ordenar para comer. De igual manera pidieron pulcramente la carta, pero rieron al ver que estaba todo en el idioma europeo. Claro, que él cambió de rostro al ver los precios. “No importa, hoy es un día especial”, pensó. Luego de cenar platos que contenían comidas extrañas pero deliciosas, el ansioso joven tomó la mano de su pareja y sacó el anillo, pero para mala suerte éste resbaló de sus manos y cayó al suelo. Todos los clientes del lugar vieron atónitos como los dos buscaban imperiosamente la sortija. A gatas, como unos niños, riendo nerviosos y preocupados, hasta que ella lo encontró, lo sostuvo con los dedos y dijo, “Si mi amor, me quiero casar contigo”.
Tras el accidente, Francisca parecía tener sólo una meta en mente: sacar de quicio a Joaquín. Balbuceaba y gritaba, no quería comer y sí él intentaba acercarse, lloriqueaba como queriendo alejarlo. Cuando su esposo disponía a alimentarla, ella rechazaba cada cucharada como si fuera veneno para ratas. Retorcía el cuerpo y volteaba la mirada. “Por favor, Fran. Tienes que comer”, decía con paciencia que ya la quisieran muchas personas. Pero cuando por fin le hacía tragar, ella devolvía todo y manchaba las blusas, que después obviamente tendría que lavar él. Mientras hacía todo aquello, un pequeño malestar en el pecho lo incomodó por unos segundos, pero al instante se fue.
En la luna de miel descubrieron por primera vez sus cuerpos. No habían tenido relaciones antes de casarse, pues muy en el fondo sabían que eran el uno para el otro. Él la desvistió como deshojando una rosa, ella le ayudó con las prendas íntimas. Él moldeó sus formas entre las sábanas, ella sintió el calor de sus manos. Él besó cada milímetro como buscando la felicidad, ella sin querer la encontraba. No se equivocaron, eran almas gemelas y conquistaron el placer una y otra vez.
“Otra vez ensuciaste la cama”, gritó Joaquín, al ver que los pañales simplemente fueron sobrepasados y las sábanas sufrieron las consecuencias. El dormitorio apestaba y eso lo puso de muy mal humor. Aparte de tener que limpiar su inmundicia, bañarla y volverla a vestir, debía lavar la ropa de cama, refregar con detergente el colchón y ventilar la habitación. “Te he dicho que me avises. Te gusta gritar, pero no lo haces para nada productivo. Fran, dame un respiro”, pronunció lentamente, mirándola a los ojos y tratando de buscar en los de ella algún grado de razonamiento. Sabía que eso era imposible. Resignándose dio media vuelta, pero lo hizo tan rápido que sintió mareos y tuvo que estabilizarse un momento para volver a la normalidad.
Amantes del karaoke, pero con voces no muy prolijas, siempre estaban dispuestos a dedicarse un par de clásicos románticos en el reproductor de video que tenían en casa. Micrófono en mano y con algunas copas de vino encima, entonaban melodías que cada cuanto eran acompañadas de imperfecciones vocales y, algunas veces, hasta fuertes alaridos. Para Joaco y Fran eran las mejores voces del mundo. Pero en una velada de aquellas, se escuchó de fondo una música inédita, unas notas de piano melancólicas a rabiar. Y con una pequeña introducción dedicatoria, Joaquín entonó “Te amo”, un tema creado por él. Su mujer, embobada y maravillada, escuchó la canción como si las palabras y frases utilizadas fueran nuevas en su dialecto. Cuando terminó, ella caminó hacia su amado, lo abrazó y le regaló un beso apasionado. Luego, acercó la boca a su oído y con voz dulce susurró, “Tienes que tomar clases de canto, urgente”.
Con las deudas hasta el cuello y su editor llamando a cada momento, Joaquín estaba entre la espada y la pared. Necesitaba escribir algo pronto ó quedaría en la banca rota. El tiempo no sobraba entre los quehaceres del hogar y los cuidados de Francisca, por lo que las noches eran su única posibilidad. Aunque el cansancio abrumaba los dedos y ojos, él se sentaba frente al ordenador y escribía sin parar, como si lo persiguiera el diablo. Pero algunas noches eran interrumpidas. Su mujer despertó entre gritos y llanto, él corrió hasta el cuarto, prendió la luz y observó como ella se retorcía y botaba espuma. Trató de socorrerla, pero apenas la tocaba, los gritos eran más fuertes y pesados. “¿Qué te pasa, Fran? Por favor, no me hagas esto”, pensaba preocupado. De a poco, el ruido fue disminuyendo y, agotado, se sentó junto a la cama. “¿Por qué gritabas amor? Explícame. Quiero sentir tu voz explicándome qué te pasó. Extraño tu voz, extraño tu cuerpo, tus caricias. Echo de menos los “Te amo” que siempre me decías. Por favor, dime uno aunque sea y seré feliz por siempre. Dime te amo, te lo suplico”, concluyó entre sollozos. No hubo respuesta alguna. Todo quedó en silencio y la joven volvió a dormirse. Tras meditar algunos minutos en, Joaco volvió al trabajo, pero apenas miró la pantalla del computador, su visión oscureció, perdió la conciencia y cayó al suelo desmayado.
Pasaron unos días y Francisca sin saberlo fue atendida por una mujer que ya no reconocía, pero que era su madre. A pesar de que era poco probable, Fran parecía extrañar al sujeto que veía todos los días, pues su conducta era aún más terrible. Pero mejoró el humor cuando lo volvió a ver. Joaquín regresó al hogar, pero algo cambió. Tenía el temple depresivo, mostraba poco ánimo y trasmitía tristeza. Esa misma noche, cuando la pareja estuvo otra vez a solas y justo a la hora de acostarse, el atribulado joven arropó a su mujer y pidió que pusiera atención. “Fran, tengo que hablar contigo. Sé que no puedes entenderme pero por favor, trata de escucharme”. Hizo una pausa y la miró directo a los ojos. “Estoy enfermo. Muy enfermo. Tengo cáncer en un pulmón y es inoperable; el único tratamiento que puedo seguir son las quimioterapias, pero son muy costosas y no puedo pagar. De hecho, eso no importa mucho, pues solamente me daría unos cuantos meses más de vida. Si, voy a morir, lo quiera o no”. Las lágrimas se apoderaron de sus palabras. “Tengo miedo, amor. No quiero dejarte sola, te necesito y me necesitas, aunque no lo sepas. Tengo miedo”.
Todo avanzó muy rápido y otra vez Francisca volvió a ser atendida por su madre. Fue aseada y vestida por ella. Pero esta vez Fran estaba más dócil y se comportó de mejor manera, pues en la casa había mucha más gente de lo que acostumbraba a ver. Fue puesta en la silla de ruedas especial y sin aviso alguno, la condujeron a la salida de la casa. Aunque la joven no lo sabía, estaba siendo trasladada al hospital. El motivo: su madre quería que viera a Joaquín por última vez. Cuando la subieron a uno de los vehículos, algo despertó en su conciencia. Al llegar al recinto, un espasmo la invadió. Al entrar por las puertas del blanco lugar, una pizca de razón inundó su mente. Ver los pasillos tan familiares atrajo algunas imágenes que no conocía, de ella volando entre luces cegadoras en los brazos del hombre que la atendía siempre y que sin saberlo era su esposo. Al llegar a las habitaciones de pacientes, se vio a sí misma empapada en sangre dentro de un automóvil. Al ver a Joaquín en una cama, llenos de tubos y cosas raras, hicieron que su cabeza tuviera una explosión de recuerdos, que eran imposibles de recordar.
La pareja fue dejada a solas, él postrado y moribundo, ella paralizada en su silla. Juntos, pero tan lejos. En silencio, él despierto y respirando dificultosamente, ella mirándolo fijo como si empezara a entender algo. Hasta que Fran, como atravesando una muralla, logró formar un pensamiento y entendió que estaba frente al amor de su vida. A duras penas, comprendió que estaba mal y que tenía que tratar de decir algo. Recordó el accidente, el segundo antes que la piedra atravesara el cristal y le diera en la cabeza. Razonó que todo este tiempo fue cuidada con amor y paciencia por su esposo. Hasta que vino a su memoria la noche que Joaquín, entre llantos, suplicó por un te amo. Qué mejor ocasión para hacerlo, se dijo ella, con una lucidez que sorprendería a cualquier médico en el mundo. Y con todas sus fuerzas intentó modular. “Tttt….ooo”, balbuceó y él volteó ligeramente el rostro en dirección a Fran. “Tttt….ooo”, intentó otra vez, con más ganas que letras. Parecía más bien un gruñido. Y justo cuando se animaba a decirlo de nuevo, el ruido invadió el cuarto. Sirenas y pitidos sonaron y la asustaron. Miró a su esposo y éste ya no estaba despierto.
Los sonidos fueron más exasperantes y personas de blanco irrumpieron en el lugar. “¡Está en paro!”, gritó uno de ellos, pero Fran no entendió nada. Quiso gritar más fuerte el “te amo”, pero observó que se llevaban a Joaquín con mucha rapidez. “Tttt…Moo”, chilló con fuerza, pero ya la gente desaparecía por la puerta. El ruido cesó y, allí en la soledad, quedó ella en su silla de ruedas, retorciendo y quejándose, hasta que con un grito desesperado y estruendoso, dijo claramente “tttt….ammooo”, entre saliva y lágrimas. Dicen algunos que fue escuchado en todo el hospital. Aún es comentado entre los funcionarios que trabajaban ese entonces en el lugar.
Joaquín murió esa noche. Su cuerpo no aguantó otro día. Francisca nunca más dijo nada. Jamás volvió a tener recuerdos ni reconoció a nadie. Simplemente, falleció en sí misma y dejó la vida pasar, pero cualquiera que pudo conocerla y ver sus ojos, notó que estaban llenos de amor y pena, como esperando volver a encontrar. Como esperando volver a ver.
Joaquín no esperó. Llevó a su mujer al hospital más cercano. Entró con ella en brazos, corriendo y gritando desesperado, hasta que por fin fueron atendidos. Después de varios días en coma y con demasiado daño cerebral, Francisca despertó. Pero ya no era la misma. El médico tratante y su marido tuvieron una larga conversación, donde el destino de la pareja quedaba sellado. Ella jamás podría volver a levantarse, nunca más volvería a hablar, no tendría memoria pasada, no recordaría nada ni a nadie y el rostro quedaría desfigurado. En conclusión: sería un bebé por lo que le quedaba de vida.
Se conocieron en la infancia, pero eran solamente amigos. Joaquín contaba sus penas de amor, Francisca daba sus consejos. Él tendía a enfermarse, ella lo cuidaba. Él la miraba con otros ojos, ella de a poco se enamoraba. A los veinticuatro años y después de miles de momentos compartidos, terminaron por reconocer su amor. Sin pensarlo, dieron la noticia a todos los amigos y familiares: contraerían matrimonio un día de enero. La boda fue sencilla, pero el romance hizo de ella una fiesta glamorosa y millonaria. A un par de meses de casados, vino la desgracia.
Luego de un tiempo en el hospital, Francisca fue dada de alta y trasladada a su casa. Joaquín tuvo que invertir hasta el dinero que no tenía para implementar un hogar adecuado. Amplió pasillos y puertas, agrandó el baño, compró la silla de ruedas necesaria y una nueva cama para él, ya que ella necesitaba mucho espacio. No siendo esto suficiente, cambió su profesión: de escritor de novelas a enfermero. Su esposa no podría hacer nada por sí misma. Movilizar, llevar al sanitario o cambiar pañales, dar comida en la boca, asear y mucho más, eran las tareas que la maltrecha mujer requería. No podía contratar a nadie que lo hiciera, pues no podía pagarlo. Aunque él realizaría eso y más, porque la amaba profundamente. Mas las fuerzas algunas veces no alcanzaban, lo que le parecía muy raro.
Joaquín gustaba del estilo antiguo; quería pedirle matrimonio a Francisca junto a una cena romántica en el restaurante más lujoso de la ciudad. Y así lo hizo, pero para su sorpresa era uno francés y no tenía idea qué ordenar para comer. De igual manera pidieron pulcramente la carta, pero rieron al ver que estaba todo en el idioma europeo. Claro, que él cambió de rostro al ver los precios. “No importa, hoy es un día especial”, pensó. Luego de cenar platos que contenían comidas extrañas pero deliciosas, el ansioso joven tomó la mano de su pareja y sacó el anillo, pero para mala suerte éste resbaló de sus manos y cayó al suelo. Todos los clientes del lugar vieron atónitos como los dos buscaban imperiosamente la sortija. A gatas, como unos niños, riendo nerviosos y preocupados, hasta que ella lo encontró, lo sostuvo con los dedos y dijo, “Si mi amor, me quiero casar contigo”.
Tras el accidente, Francisca parecía tener sólo una meta en mente: sacar de quicio a Joaquín. Balbuceaba y gritaba, no quería comer y sí él intentaba acercarse, lloriqueaba como queriendo alejarlo. Cuando su esposo disponía a alimentarla, ella rechazaba cada cucharada como si fuera veneno para ratas. Retorcía el cuerpo y volteaba la mirada. “Por favor, Fran. Tienes que comer”, decía con paciencia que ya la quisieran muchas personas. Pero cuando por fin le hacía tragar, ella devolvía todo y manchaba las blusas, que después obviamente tendría que lavar él. Mientras hacía todo aquello, un pequeño malestar en el pecho lo incomodó por unos segundos, pero al instante se fue.
En la luna de miel descubrieron por primera vez sus cuerpos. No habían tenido relaciones antes de casarse, pues muy en el fondo sabían que eran el uno para el otro. Él la desvistió como deshojando una rosa, ella le ayudó con las prendas íntimas. Él moldeó sus formas entre las sábanas, ella sintió el calor de sus manos. Él besó cada milímetro como buscando la felicidad, ella sin querer la encontraba. No se equivocaron, eran almas gemelas y conquistaron el placer una y otra vez.
“Otra vez ensuciaste la cama”, gritó Joaquín, al ver que los pañales simplemente fueron sobrepasados y las sábanas sufrieron las consecuencias. El dormitorio apestaba y eso lo puso de muy mal humor. Aparte de tener que limpiar su inmundicia, bañarla y volverla a vestir, debía lavar la ropa de cama, refregar con detergente el colchón y ventilar la habitación. “Te he dicho que me avises. Te gusta gritar, pero no lo haces para nada productivo. Fran, dame un respiro”, pronunció lentamente, mirándola a los ojos y tratando de buscar en los de ella algún grado de razonamiento. Sabía que eso era imposible. Resignándose dio media vuelta, pero lo hizo tan rápido que sintió mareos y tuvo que estabilizarse un momento para volver a la normalidad.
Amantes del karaoke, pero con voces no muy prolijas, siempre estaban dispuestos a dedicarse un par de clásicos románticos en el reproductor de video que tenían en casa. Micrófono en mano y con algunas copas de vino encima, entonaban melodías que cada cuanto eran acompañadas de imperfecciones vocales y, algunas veces, hasta fuertes alaridos. Para Joaco y Fran eran las mejores voces del mundo. Pero en una velada de aquellas, se escuchó de fondo una música inédita, unas notas de piano melancólicas a rabiar. Y con una pequeña introducción dedicatoria, Joaquín entonó “Te amo”, un tema creado por él. Su mujer, embobada y maravillada, escuchó la canción como si las palabras y frases utilizadas fueran nuevas en su dialecto. Cuando terminó, ella caminó hacia su amado, lo abrazó y le regaló un beso apasionado. Luego, acercó la boca a su oído y con voz dulce susurró, “Tienes que tomar clases de canto, urgente”.
Con las deudas hasta el cuello y su editor llamando a cada momento, Joaquín estaba entre la espada y la pared. Necesitaba escribir algo pronto ó quedaría en la banca rota. El tiempo no sobraba entre los quehaceres del hogar y los cuidados de Francisca, por lo que las noches eran su única posibilidad. Aunque el cansancio abrumaba los dedos y ojos, él se sentaba frente al ordenador y escribía sin parar, como si lo persiguiera el diablo. Pero algunas noches eran interrumpidas. Su mujer despertó entre gritos y llanto, él corrió hasta el cuarto, prendió la luz y observó como ella se retorcía y botaba espuma. Trató de socorrerla, pero apenas la tocaba, los gritos eran más fuertes y pesados. “¿Qué te pasa, Fran? Por favor, no me hagas esto”, pensaba preocupado. De a poco, el ruido fue disminuyendo y, agotado, se sentó junto a la cama. “¿Por qué gritabas amor? Explícame. Quiero sentir tu voz explicándome qué te pasó. Extraño tu voz, extraño tu cuerpo, tus caricias. Echo de menos los “Te amo” que siempre me decías. Por favor, dime uno aunque sea y seré feliz por siempre. Dime te amo, te lo suplico”, concluyó entre sollozos. No hubo respuesta alguna. Todo quedó en silencio y la joven volvió a dormirse. Tras meditar algunos minutos en, Joaco volvió al trabajo, pero apenas miró la pantalla del computador, su visión oscureció, perdió la conciencia y cayó al suelo desmayado.
Pasaron unos días y Francisca sin saberlo fue atendida por una mujer que ya no reconocía, pero que era su madre. A pesar de que era poco probable, Fran parecía extrañar al sujeto que veía todos los días, pues su conducta era aún más terrible. Pero mejoró el humor cuando lo volvió a ver. Joaquín regresó al hogar, pero algo cambió. Tenía el temple depresivo, mostraba poco ánimo y trasmitía tristeza. Esa misma noche, cuando la pareja estuvo otra vez a solas y justo a la hora de acostarse, el atribulado joven arropó a su mujer y pidió que pusiera atención. “Fran, tengo que hablar contigo. Sé que no puedes entenderme pero por favor, trata de escucharme”. Hizo una pausa y la miró directo a los ojos. “Estoy enfermo. Muy enfermo. Tengo cáncer en un pulmón y es inoperable; el único tratamiento que puedo seguir son las quimioterapias, pero son muy costosas y no puedo pagar. De hecho, eso no importa mucho, pues solamente me daría unos cuantos meses más de vida. Si, voy a morir, lo quiera o no”. Las lágrimas se apoderaron de sus palabras. “Tengo miedo, amor. No quiero dejarte sola, te necesito y me necesitas, aunque no lo sepas. Tengo miedo”.
Todo avanzó muy rápido y otra vez Francisca volvió a ser atendida por su madre. Fue aseada y vestida por ella. Pero esta vez Fran estaba más dócil y se comportó de mejor manera, pues en la casa había mucha más gente de lo que acostumbraba a ver. Fue puesta en la silla de ruedas especial y sin aviso alguno, la condujeron a la salida de la casa. Aunque la joven no lo sabía, estaba siendo trasladada al hospital. El motivo: su madre quería que viera a Joaquín por última vez. Cuando la subieron a uno de los vehículos, algo despertó en su conciencia. Al llegar al recinto, un espasmo la invadió. Al entrar por las puertas del blanco lugar, una pizca de razón inundó su mente. Ver los pasillos tan familiares atrajo algunas imágenes que no conocía, de ella volando entre luces cegadoras en los brazos del hombre que la atendía siempre y que sin saberlo era su esposo. Al llegar a las habitaciones de pacientes, se vio a sí misma empapada en sangre dentro de un automóvil. Al ver a Joaquín en una cama, llenos de tubos y cosas raras, hicieron que su cabeza tuviera una explosión de recuerdos, que eran imposibles de recordar.
La pareja fue dejada a solas, él postrado y moribundo, ella paralizada en su silla. Juntos, pero tan lejos. En silencio, él despierto y respirando dificultosamente, ella mirándolo fijo como si empezara a entender algo. Hasta que Fran, como atravesando una muralla, logró formar un pensamiento y entendió que estaba frente al amor de su vida. A duras penas, comprendió que estaba mal y que tenía que tratar de decir algo. Recordó el accidente, el segundo antes que la piedra atravesara el cristal y le diera en la cabeza. Razonó que todo este tiempo fue cuidada con amor y paciencia por su esposo. Hasta que vino a su memoria la noche que Joaquín, entre llantos, suplicó por un te amo. Qué mejor ocasión para hacerlo, se dijo ella, con una lucidez que sorprendería a cualquier médico en el mundo. Y con todas sus fuerzas intentó modular. “Tttt….ooo”, balbuceó y él volteó ligeramente el rostro en dirección a Fran. “Tttt….ooo”, intentó otra vez, con más ganas que letras. Parecía más bien un gruñido. Y justo cuando se animaba a decirlo de nuevo, el ruido invadió el cuarto. Sirenas y pitidos sonaron y la asustaron. Miró a su esposo y éste ya no estaba despierto.
Los sonidos fueron más exasperantes y personas de blanco irrumpieron en el lugar. “¡Está en paro!”, gritó uno de ellos, pero Fran no entendió nada. Quiso gritar más fuerte el “te amo”, pero observó que se llevaban a Joaquín con mucha rapidez. “Tttt…Moo”, chilló con fuerza, pero ya la gente desaparecía por la puerta. El ruido cesó y, allí en la soledad, quedó ella en su silla de ruedas, retorciendo y quejándose, hasta que con un grito desesperado y estruendoso, dijo claramente “tttt….ammooo”, entre saliva y lágrimas. Dicen algunos que fue escuchado en todo el hospital. Aún es comentado entre los funcionarios que trabajaban ese entonces en el lugar.
Joaquín murió esa noche. Su cuerpo no aguantó otro día. Francisca nunca más dijo nada. Jamás volvió a tener recuerdos ni reconoció a nadie. Simplemente, falleció en sí misma y dejó la vida pasar, pero cualquiera que pudo conocerla y ver sus ojos, notó que estaban llenos de amor y pena, como esperando volver a encontrar. Como esperando volver a ver.
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